Yo era un ángel como cualquier otro, tenía sueños, tenía penas, tenía virtudes, tenía defectos. Volar era mi pasatiempo, me hacía sentir libre, que nada me faltaba, me hacía sentir linda, me hacía feliz. Me encantaba sentir la brisa con olor a sal del océano o el suave aroma de los azahares cuando volaba sobre limoneros. Me encantaba jugar en las lluvias u observar el firmamento lleno de esas preciosísimas perlas brillantes cada noche recostada en las nubes. Otra cosa que encantaba era explorar, descubrir, sentir y probar cosas nuevas. Me encantaba buscar sitios inhabitados, descubrir sus secretos, verlo todo.
Un día recorriendo lugares lejanos a mi hogar, descubrí un sitio, una enorme extensión de tierra cercada por una hermosa reja dorada, detrás de la cual se podía observar una hermosa cascada. Al acercarse al lugar se podía oler un exquisito aroma a rosas y jazmines y se podía escuchar el trinar de los pajaritos. Pude ver también a otros ángeles riendo y jugando, se veían felices. Desde afuera ese lugar se veía perfecto. Quise entrar, busqué la entrada, pero al llegar a la puerta, me encontré con dos ángeles guardianes que me negaron la entrada. Yo pregunté porqué. Ellos me dijeron que ese lugar solo estaba permitido para los que estaban listos, los que poseían alas y un corazón fuertes. Me sentí tan enojada, yo no podía entender el porque no me dejaron entrar, mis alas eran fuertes pues yo volaba todo el día, mi corazón también pues yo ya había superado mil tormentas y peligros en mis largas tardes de vuelo. Por más que lo pensara, yo no lo podía entender.
No me aleje de ese lugar, volví a la entrada y pregunté si podía entrar ahora, me dijeron que no. Mi enojo creció, volé sobre los alrededores, busqué una forma de entrar sin ser vista, después de unas horas la encontré y pude entrar por allí. Me sentí tan feliz y tan grande, aunque en lo profundo de mi corazón la culpa y la preocupación me carcomían.
No me aleje de ese lugar, volví a la entrada y pregunté si podía entrar ahora, me dijeron que no. Mi enojo creció, volé sobre los alrededores, busqué una forma de entrar sin ser vista, después de unas horas la encontré y pude entrar por allí. Me sentí tan feliz y tan grande, aunque en lo profundo de mi corazón la culpa y la preocupación me carcomían.
Comencé a explorar el lugar, encontré lugares fantásticos, olí fragancias de ensueño y experimenté sensaciones nuevas para mí. Me sentía feliz, pero no completamente, mi culpa y mi preocupación se agrandaban con el paso de los días. Explorar ya no era divertido, ya no me sentía libre, sino atada y tenía miedo de salir de aquella cueva en la que me escondía por temor a ser descubierta. Además esa perfección que yo veía desde afuera, resultó ser falsa. Allí adentro, debí enfrentar grandes tempestades y peligros, los más grandes que alguna vez pude enfrentar.
Un día, que inició como cualquier otro, me decidí salir a recorrer los alrededores de mi escondite. Me estaba dirigiendo hacia un pequeño pero encantador bosque, cuando los ángeles que cuidaban la entrada aplacieron frente a mí, me sujetaron de los brazos y me sacaron del lugar. Me dijeron que había quebrantado la ley, que debían castigarme. Me llevaron a una pequeña casita a unos metros de aquel lugar allí me ataron las manos y los pies.
- Hasta que aprendas tu lección- me dijo uno de ellos, y salieron de aquella casita dejándome sola, en la penumbra de mi error. Me sentía vacía, triste, sola. El tiempo no pasaba, cada minuto era un siglo. Los días pasaron, los ángeles guardianes volvían una vez al día a darme comida, solo entonces podía ver la luz, que me segaba los ojos cada vez que la puerta se abría.
Se cumplió una semana, y luego otra. Entonces ellos volvieron me desataron y dijeron que podía irme. Por fin, era libre de nuevo. Salí del lugar y recorrí los cielos, volé lo más alto que pude, respire aire puro y fui feliz. Seguí mi vida como si nada hubiera pasado, pasaron los días, y cada día no podía ser mejor.
No mucho tiempo después volví a pasar por aquel lugar. Fue pura casualidad, me encontraba persiguiendo mariposas cuando de pronto choqué con esa hermosa reja dorada. No era mi intención volver, pero allí estaba yo de nuevo, ante esta tentación. Pensé en entrar solo por un momento, nadie se daría cuenta. Entré, por el mismo lugar donde había entrado la última vez, nada había cambiado, el pasto estaba cubierto de rocío y se olía el olor de la tierra mojada mezclado con el olor de los rosales.
Como una hora después me di cuenta que ya tenía que marcharme. Miré a mis costados por si alguien viniera, decidí quedarme un rato más, esta escena se repitió varias veces, hasta que el atardecer llegó. Me pasé el día recorriendo lugares que aún yo no había visitado aún, el sol cada vez estaba más oculto tras el horizonte, no sabía donde me encontraba, estaba perdida, me senté a llorar. Entonces los ángeles guardianes aparecieron, yo no me resistí. Me sacaron del lugar de nuevo, me llevaron a aquella pequeña casita, en la cual anteriormente me habían encerrado. Me empujaron adentro, me encadenaron las manos y pies y me dejaron allí. Yo simplemente, cerré mis ojos llenos de lágrimas y traté de dormir por un rato, hasta que lo conseguí.
Los días pasaban uno tras otro, cada día era interminable. Mi sol que alguna vez fue ese gran astro que está en lo alto del cielo, ahora era la luz que lograba entrar por debajo de la puerta, ese simple destello que no lastimaba mis ojos, como lo hacía la luz que entraba cuando los Ángeles venían a dejarme comida una vez cada día.
Pasaron treinta días, ellos volvieron y me sacaron las cadenas, yo pensaba que por fin sería libre, pero cuando ya estaba por irme, uno de ellos sujeto mis manos y el otro me corto alguna plumas de mis alas, de forma que yo no pudiera volar por un tiempo. Me llevaron a un lugar que yo nunca había visitado, era árido, lleno de plantas espinosas.
- Debes caminar por este sendero hasta ese árbol seco, entonces salte del camino y vete- Dijo un ángel. Entonces comencé a dar pasos, me dolían los pies pues hacía mucho tiempo que no caminaba, ya que volar era todo lo que yo hacía. Las espinas de las plantas me cortaron los pies, cada paso en este camino del dolor y la agonía, me dolía, en el cuerpo y en el alma. Llegué hasta el árbol, entonces, me dejaron ir. Tuve que ir caminando hasta las tierras a las que yo llamaba hogar, los pies se me ampollaron debido a que mis pies no estaban acostumbrados a caminar tanta distancia.
Cuando llegué había gente esperándome, me abrazaron me miraron a los ojos y pude ver un brillo en sus ojos, un brillo que transmitía un amor intenso, amor sin igual, capaz de cualquier cosa. Hacía tiempo que no veía ese brillo, pues ese brillo se había desvanecido la primera vez que yo había entrado a ese lugar prohibido y ellos se enteraron.
El tiempo pasó, mis pies se volvieron más fuertes, al igual que mis piernas, pues por un tiempo mis alas no podían llevarme a los cielos. Mis alas crecieron, y un día pude respirar ese aire puro, olor a sal, allí donde el cielo y el agua se unen y aparentan formar un lienzo enorme de azules y celestes. Pero un día, me encontré de vuelta ante las rejas doradas, esta vez, no dudé a entrar, por más de que sabía que si me atrapaban allí de nuevo me castigaría, no me pude resistir. Era como una droga para mí, tantas peligrosas maravillas en un solo lugar. Simplemente no me pude aguantar.
Recorrí los lugares que me faltaban, al comienzo con alegría y vuelo ligero, luego, mi vuelo se hizo pesado pues la culpa de nuevo me carcomía el corazón, y se expandía como un cáncer, un cáncer llamado mentira, que se va apoderando de ti, poco a poco. Los ángeles por tercera vez aparecieron, me llevaron a la misma casita. Uno de ellos me tomó de las manos y el otro comenzó a cortar las plumas de mis alas, mis plumas caían de a una, y yo las observaba, con lágrimas en los ojos, y heridas en el alma. Entonces cuando yo creí que mi castigo terminaba, tomó su espada y cortó lo que quedaba de mis alas. Fue entonces que toqué fondo. Me habían cortado las alas, me las cortaron como si nada, me las arrancaron, me las sacaron, me prohibieron volar, me sacaron la libertad. Sentí rabia, odio y quise gritar. Lloré hasta que mis ojos se incharon, hasta que ya no pude aguantar más el dolor de cabeza. Me habían dejado sin nada.
Pasó un mes, y tuve mucho tiempo para meditar. Me di cuenta de que lo que los ángeles guardianes hicieron, no lo hicieron por venganza, no lo hicieron por enojo, lo hicieron por mi bien, por mi culpa y por mi inmadurez.
Aún así cada día era un infierno, extrañaba el olor a sal, el aroma del rocío, el sabor de las dulces mandarinas, sentir la tierra mojada bajo mis pies. Extrañaba el sabor a libertad en mi boca.
Finalmente, llegó el día, me liberaron. Aún no me habían desatado las manos cuando quise desplegar mis alas. Cuando estab por intentar volar de vuelta, cuando recordé que aún no me habían crecido las alas. Sentí que me han arrancado el corazón, que me habían robado las ilusiones, que me sacaron los sueños. Una vez más sentí una rabia tremenda recorrer mi cuerpo.
-¿Cómo pude ser tan idiota?-pensé. Lo había perdido todo por un pequeño placer. Estaba sola, sin nadie. Y todo era mi culpa, mi maldita culpa.
Cuando creí que ya era libre, los ángeles me ordenaron recorrer ese tan tortuoso camino una vez más.
Ahora, debo caminar por este camino, bajo este sol ardiente, que quema mi espalda herida, y calienta las cadenas de culpa y arrepentimiento que llevo en mis muñecas , que me queman la piel y solo me recuerdan que todo es mi culpa. Me duelen la espalda, la tengo cubierta de gotas de sangre que brotan de mis heridas, las muñecas, los pies los tengo quemados, y los ojos me duelen de tanto llorar.
No es la primera vez que recorro estos caminos, no es la primera vez que me han hecho cargar con este castigo. No niego la culpa, no, no la niego, solo que ya me duelen los pies de tanto caminar por este camino.
Estoy cansada, este dolor no pasa, ya quiero volver a casa, ya quiero volver. Pero primero debo cumplir con este castigo, debo crecer, debo madurar, debo esperar a que mis alas vuelvan a crecer, tengo que luchar. Quiero ser feliz, tan feliz como fui una vez, quiero volver a volar.
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