jueves, 5 de agosto de 2010

El camino de la vida


El 11 de julio el grupo de secundarios y yo partimos con rumbo a Brasil, en donde teníamos planeado participar de la gran Romaria (peregrinación, en portugués) desde Campos do Jordaô a la Basilica de Nossa Senhora de Aparecida, junto con otras 200 personas, entre las que estaban Universitarios de Brasilia, Sao Paulo, Bahía, de Italia, México y Argentina. A diferencia de varios de mi grupo, yo no había participado de la Romaria el año pasado, por lo tanto era una experiencia completamente nueva y desconocida para mí.

Jamás espere que un viaje cambiara trascendentalmente mi vida, mi percepción de las cosas, y menos aún desde el primer día que estuve en Brasil, allí frente al mar, en la ciudad de Guarujá, donde nos quedamos tres días. Recuerdo, que el Padre Paolino, nos pidió a todos que guardáramos silencio y que observemos el mar. Las olas rugían, galopaban feroces; y en medio de tanta fuerza, de pronto, se rompían contra la arena y se transformaban en suave y veloz espuma que mojaba delicadamente mis pies. Las estrellas en el cielo, y en el horizonte, una delgada línea de luz anaranjada, vestigio de un hermoso atardecer, belleza. No sé porqué, recordé todo lo anterior a ese viaje, todos los tormentos, las luchas, las alegrías, todo; y pude entender que todo eso que aconteció en mi vida, fue para llevarme a ese momento, frente al mar, frente a tanta belleza, a mi destino. Por fin, Dios se reveló ante mí, y me dejo ver que estaba en el camino correcto, con una compañía que me hacía bien. Después de mucho tiempo pude respirar tranquila y aliviada, feliz, con la esperanza de que, si aquella noche yo estaba tan feliz, el día siguiente y mis días restantes, serían mejor. Y así fueron.

Llegaron los días de la Romaria, y el gran camino nos abrió sus puertas. Nos fueron dados a todos, varios criterios sobre los cuales meditar durante la caminata. ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Para qué nací? ¿Cuál es mi vocación? ¿Cómo puedo usar mi vocación para ayudar a la construcción del reino de Dios? Y todas estas preguntas, rompieron mi tranquilidad, mi certeza, y una vez más me sentí perdida. Hasta la última noche, en dónde después de preguntar, escuchar y meditar bastante, comprendí que la Romaría es como la vida. Hay momentos en los que uno atraviesa dificultades por el camino, lluvia, el barro, la niebla que te impide ver. Pero hay momentos en los que uno puede mirar al costado y ver el paisaje tan hermoso que se forma entre las montañas, los ríos, la luz del sol pasando entre las nubes, la belleza: la felicidad, la cual era el sentido de todo el camino, el destino, la razón para la cual nací, para ser feliz. Una vez más tuve la certeza de que este camino era el mío, y de que aquí quiero estar.

Con respecto a la vocación, siempre he tenido una inclinación muy grande hacia el arte, especialmente hacia el canto, que creo es la manera en la que más puedo abrir mi corazón al mundo. En cuanto a cómo puedo utilizar mi don para cantar para construir el reino de Dios, creo que es seguir cantando, en la misa, en la escuela de comunidad, en las peregrinaciones, encuentros, donde sea que yo pueda divulgar y compartir esta felicidad tan grande que encontré en el camino.
Pero no todas mis preguntas fueron respondidas, algunas quedaron inconclusas, dejándome una especie de angustia en el corazón, pero me hicieron abrir los ojos en diferentes aspectos y tener más sed de Cristo, más necesidad de buscarle, de entender, de encontrar respuestas. De seguir este camino hasta encontrar mi destino, que no depende de mí, sino de Él.
Llegar a algo tan bello como la Basílica de Aparecida fue realmente conmovedor, con el cuerpo cansado, los pies dolorosos, pero acompañada por la amistad tan grande que al parecer encontramos todos. Fue realmente bello.

He vuelto a casa contenta, totalmente renovada, con un nuevo enfoque para mi vida, con la certeza de ir en la dirección correcta y con el fortalecimiento de la amistad con mis amigos secundarios que son una parte tan grande de mi vida. Así como también con nuevas amistades que brotaron allá en lo alto de las montañas y que nunca se habrán de olvidar, porque creo que vienen de Cristo, y me empujan y me ayudan en mi camino que antes parecía interminable y terriblemente arduo, hacia mi felicidad, hacia mi destino, hacia el mismo Cristo.